miércoles, julio 18, 2012

Aniversario del levantamiento de la bruja guachichil


El domingo 18 de julio de 1599, hace 412 años, una indígena anciana y sin nombre logró juntar a los habitantes de los pueblos de Tlaxcalilla y Santiago, a algunas leguas del pueblo español de San Luis Potosí, con la promesa de una liberación terrenal y espiritual.

Convenció a muchos, no se sabe cómo, de no ir a misa, y a los que estaban en los cultos de los hoy barrios los sacó al entrar y destruir las imagenes religiosas. El justicia mayor, Gabriel Ortiz de Fuenmayor, la juzgó y mandó su ahorcamiento apenas al amanecer del lunes 19 de julio.

La historia consta en el expediente del juicio con el que la juzgaron unas horas después, por hechicería y por matar a un indio, publicado en forma íntegra en el libro Documentos sobre el capitán y justicia mayor Gabriel Ortiz de Fuenmayor, de José Ignacio Urquiola Permisan, publicado por El Colegio de San Luis (2004). Se habla de apariciones, transformaciones, muertes sin motivo aparente, una vida mejor junto a La Laguna. Españoles, tarascos, guachichiles y tlaxcaltecas dan su versión y sólo ella parece creer en que todo era para bien.


Un relato muy resumido del caso, que se transformó en leyenda y dio pie a un estudio sobre chamanismo, lo puede encontrar aquí




Tengo una novela, No morirán del todo, sobre esta anciana indígena, sobre la primera revolucionaria (fallida, como tantos, pero idealista, digamos) de estas tierras tuneras, una chamana que fue seguida a pesar de todo y le tuvieron miedo, respeto, que no necesitó nombre y que pasó su juventud mientras se conquistaba esta región de Aridamérica.

Les comparto algunos párrafos:

1599, casi se llega el cambio de siglo. El justicia mayor no puede sustraerse a hacer la señal de la cruz, aunque lo disimula como si se atusara el bigote, no vaya a ser que alguien piense que es supersticioso, ni lo quiera Dios, mientras recuerda la pintura de la señora santa Ana que pende en el muro norte del templo del pueblo: la misma mirada hueca de unas cataratas blancas que está a punto de curar para siempre. La condenada tamborilea uno contra otro sus índices y cordiales, en el ritmo de la trompeta. Parece rezar, pero quienes la conocen saben que eso es justo lo último que haría. Otra reclamación del ave hace caer en muchos sudor frío, mas el rostro de ella se queda impávido ante el graznar, acostumbrada a otras voces que no comprenden los extranjeros o que ni siquiera podrían pronunciar. Su corazón sigue latiendo sin pedir permiso, sin desbocarse. No puede hacer un hechizo para escapar, como la acusan, ni está borracha o ha comido peyote como habían dicho tratando de defenderla. No quiso comer en el poco tiempo que le dieron entre el juicio y la ejecución. Apenas le dio un breve trago a una jícara de mezcal con hojasén que le pasó Guaxcamá cuando dictaron la sentencia y en ayunas la habían traído a la horca, paso a paso, para que todos oyeran el delito que conocían de sobra, para escarmiento de la indiada, para consolidar con este desfile el nuevo orden de estas tierras, con don Gabriel vestido con telas de la Península y su pertrecho militar reluciente, al frente, flanqueado por dos guardias de casco guerrero y la vieja de pie en una carreta descubierta, con una manta gris y raída como único tapujo de sus cueros, custodiada por cuatro jinetes en cabalgaduras de diversos colores.
Al dios de los blancos, recuerda, lo mataron con un juicio igual de injusto, pero era su destino. Como el mío. Tal vez. Ese dios pidió perdonar a los que lo mataron, porque no sabían lo que hacían, pero para ella la ignorancia no es pretexto. Le dan lástima, coraje, ternura casi. Bola de agachones, espero que algún día se les quite. 
No le importan los gritos que para lucirse le lanza con su voz más ronca fray Diego Granados, crucifijo en alto —quien se imagina a sí mismo haciendo historia, la Historia, como un ser que proyecta rayos de luz, digno de ser ilustración de algún libro sobre fe—, instándole al arrepentimiento, ni las cuatrocientas voces de la multitud de indios que en sus lenguas nativas —hay tarascos, tlaxcaltecas, otomíes, pames, guachichiles— claman por partes iguales que la cuelguen o que la liberen, y que a los blancos les parece un clamor hereje, una rumorosa ola sin significado que por sus efectos intimidantes hay que parar de golpe, una enfermedad que se debe cortar de tajo para la propia sobrevivencia de la ciudad fundada apenas siete años atrás, en 1592. 

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